Paletas

El único chocolate que aún me gusta
es el oscuro y crujiente parecido a los trozos de los huevos de Pascua
que mi padre compartía conmigo afuera de la caravana

cuando tenía cuatro años: una argucia
para mantenerme callada, y para evitar molestar
a la familia a deshoras de la mañana.

No nos educaron para comer dulces.
“Si alguien te ofrece una paleta”, nos decían,
“di no, gracias, es mala para mis dientes”.

Pequeños diablos, sólo obedecimos al principio.
Más tarde, en Inglaterra, transigieron:
Si es algo prudente, podría permitírsete.

Pero de regreso a la Nueva Zelanda de la pre-guerra
los dulces fueron medicinales: caramelos
si te sientes mal en el Baby Austin,

o para mí, después de que el cirujano
me había arrancado la carne de mi dedo envenenado,
no eran sino sobornos para permitir que mi madre me cambiara la gasa:

una selección de dulces color pastel
-malva, rosa, verde pálido, limón- rociados
y perfumados como un bolso para pañuelos.

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