Amigo
¿Recuerdas
ese descampado
donde el solitario árbol custodiaba
los lindes del áspero mar?
La fortaleza que construimos
con las ramas arrancadas a ese árbol
es madera muerta ahora.
El aire, denso con el batir
de las espigas de la cortaderia, sucumbe por fin
al triste revolotear de la gaviota.
Los ostiones atenazados a las raíces
del mangle no ofrecen mejor
banquete que las anguilas de panza plateada
y los caracoles que cocinamos en
latas oxidadas.
Permíteme zurcir las orillas
rotas de los días que compartimos:
porque yo quiero decir
que el árbol que subimos,
el que le dio esperanza
a nuestros sueños de juventud, ya no existe más.
Enrolladas en nuestros labios sus finas hojas
convertidas en silbato, hoy
no pueblan ni engalanan más
el agrietado suelo de arcilla.
Amigo,
en este sombrío
y desconsolado tiempo
yo tomo tu mano sólo para
asegurarte que nuestros
inolvidables ensueños
fueron reales y vistieron
espléndidos harapos.
Quizá el árbol echará
raíces frescas otra vez:
arrojando un poco de sombra a este herido
y turbulento mundo.
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