Villa Huia

Toma su brazo, ayúdala

a levantarse con delicadeza

de su silla, dale

tiempo a sus pies tullidos

de arrastrar sus ochenta años

a la puerta. Anímala,

háblale con más claridad a ese oído

que cada vez escucha

menos. Sus manos

temblorosas tantean el aire

buscando una ruta

que la vista ya no le puede prodigar.

Con voz quebrada,

desliza una áspera pregunta.

Sonríe conforme, finge

entender una lengua

que la apoplejía le ha tergiversado.

Lentamente atraviesa

el terrible desierto, se acerca

y me observa –ojos, voz y manos

se alzan de sorpresa y júbilo.

Hace, de pronto, una súbita mueca de dolor

cuando el labio cortado la incordia

de nuevo.

(Me dicen que se cayó y se

rompió los dientes. Advierto

su boca amoratada, con sangre

oscura en la herida.)

Mis manos tocan sus manos, la

llevo a su habitación,

y le extiendo pequeños trozos

de pastel y fruta. Ella tiembla

la mayor parte del tiempo. Creo,

incluso, que me pregunta: «¿soy

muy fea ahora?”

Me río y beso su mejilla.

Se cansa rápidamente, tiembla,

las manos se le ponen frías. Le dejo algunos

dulces en el cajón

de su cómoda. Como siempre,

muchos de ellos se los robarán, y

ella sentirá otro pequeño dolor más

que añadirá a su dolor consuetudinario.

Me despido de ella

en la puerta de la sala de estar,

el temblor de mi traición

sobre los ojos que ella dirige

a los treinta rostros

de esa habitación hecha pedazos,

esculpidos igual que el suyo

por la agonía y la locura

para una desnuda escultura de hueso,

la forma en que viviremos

por siempre desde ahora.

Esta mujer es mi madre.

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