Kate Winslet promueve una tarjeta de crédito

Ella está crispada por el guión o el contrato.

Ella simula leer con la espalda inclinada.

Ella está en algún lugar del The New Yorker.

Ella posa bajo la leyenda: Mi vida, mi tarjeta.

Ella chupa, como a un popote o una garra, su dedo.

Ella expone, como esa de un gran simio, la planta de su pie,

arrugado como el mapa de la luna.

Ella tiene un dedo gordo del pie que parece mucho más grande

que toda ella, como si acabara de emerger de una bañera,

y ese dedo gordo del pie permaneciera más debajo.

Ella tiene ese dedo gordo como el punto,

para que así contemplemos la arrugada

suavidad en un baño: ese arrugado, sensible

punto de equilibrio revelado; recién salido de su zapato

y ya volviendo a la calma.

En una fotografía del color del estaño grisáceo,

ella siente a través de la restirada piel de la planta de su pie

cada paso reverberante de su vida.

Ella es arquitectura; ella es un archivo;

ella es un pájaro de fuego; ella es el metro de un poeta,

colocando siempre adelante su mejor pie.

 

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