A mi espejo
Secándome frente al espejo
en un hotel lejos de la inconclusa morada de mi vida,
veo seriamente que mi gordura quiere caer
al suelo,
arrastrada por la buena vida,
por el amor,
y por el malicioso cansancio
provocado por los arteros nudillos de los Cotton Mathers
de la burocracia cultural.
¿Fue este tu destino también,
Horacio,
sentarte en salas de reuniones llenas
de cabezas amodorradas –esa señal
de aquiescencia que desvela
una infantil necesidad por la caricia
del jefe,
un deseo de sentarse a la mesa con los distinguidos,
para aprender el secreto protocolo del poder
y el ejercicio muscular del guardapuerta?
Tus amigos de puestos honorables
confiaron en sus amables libaciones,
y aquellos que se unieron a ti
a la sombra
del toldo de hojarasca de tu granja en la Sabina
sabían que amabas la vida demasiado
como para aprender
tan vergonzosos oficios.
Escuché a Neruda en Londres
cuando mi incipiente vitalidad
ardía.
Su enorme seguridad
carecía de ego o ambición
y emergía de la certeza
de que lo que él daba
era a sí mismo
y por eso fue querido por la gran multitud
que se había parado sobre las sillas
para aplaudirle.
Después
el poeta se marchó de súbito
y yo salí sabiendo que sería
mi destino
ver en el oscuro espejo
de algún ventanal de tienda
las tristes marcas que el remordimiento
dejaría en mi propio rostro.
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