En la Comisaría

Allí, ella está allí. Deambula en la fría mañana de septiembre,
casi al amanecer, pero sin saber de luz u oscuridad,
sin saber siquiera dónde está. Una luz, una puerta, una escalera de piedra.

Las sube, mirando hacia arriba; su cuerpo rígido al aproximarse
a la puerta, la manija y, de súbito, el hombre detrás del escritorio.
Levanta la mirada, su respiración se detiene,

mira sus trágicos ojos brillantes, mira su sangre,
y cómo ella sostiene sus pequeñas manos blancas empuñadas;
observa su terrible rostro. Lo sabe ya, pero aun así interroga.

Están atrapados en una verdad indescriptible,
apenas ayer ella estuvo aquí, angustiada y suplicante,
fue su oportunidad para brillar –o al menos para ser bondadoso-

pero la perdió. Hoy se ha convertido en su carcelero, él que
podría haber sido su salvador. Lo entiende completamente,
aunque ya demasiado tarde. Nadie más vendrá para decirle

“Ayúdame, detenme, por favor, antes de que haga esto…”
Él será para siempre perseguido por su juicio, engañoso
como fue, y errático. Nadie lo acusará

y nunca será perdonado. Su uniforme cruje ligeramente
y se levanta, tan sólo para ofrecer una taza del café de la institución,
pócima para la condena. “Tu chaqueta está llena de sangre, quítatela”.

Oh llora por el mal día, tus somnolientas almohadas aterrorizadas
por llamadas telefónicas, mensajes, alarmas, lloran ahora y cada mañana
por los rostros de Juno, espalda contra espalda, de culpa e inocencia.

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